EL SILENCIO EN LOS DIVERSOS SABERES

EL SILENCIO EN LOS DIVERSOS SABERES
FILOSOFÌA, PSICOLOGÌA, ARTE

miércoles, 17 de septiembre de 2008

HUME en François Châtelet (dir.): Historia de la Filosofía,

Hola a todos; antes del Glosario que estuvimos trabajando algo en clase les subo este escrito de David Hume que les puede servir como apoyatura a la lectura de "Empirismo y Subjetividad" de Gilles Deleuze que trabajaremos muy detenidamente proximamente.

Significación del empirismo

La historia de la filosofía ha absorbido y digerido más o menos al empirismo. Lo ha definido contraponiéndolo al ra­cionalismo: ¿hay o no en las ideas algo que no esté en los sentidos o en lo sensible? Hace del empirismo una crítica del innatismo, de lo a priori. Mas el empirismo tuvo siempre otros secretos. Y ésos son los que Hume lleva a su punto más alto y los saca a la luz del día en su obra extremadamente difícil y sutil. Hume tiene también una posición muy especial. Su empirismo es, por adelantado, una especie de universo de ciencia ficción. Como en la ciencia ficción, se tiene la impresión de un mundo ficticio, raro y extraño, visto por otras criatu­ras; pero también se tiene el presentimiento de que ese mundo es ya el nuestro, y de que esas otras criaturas somos nosotros mismos. Paralelamente se realiza una conversión de la ciencia o de la teoría: la teoría se convierte en investigación (el origen de esta concepción está en Bacon; Kant la recordará, trans­formándola y racionalizándola cuando conciba la teoría como tribunal). La ciencia o la teoría son una investigación, es decir, una práctica: práctica del mundo aparentemente ficti­cio que describe el empirismo, estudio de las condiciones de legitimidad de las prácticas en ese mundo empírico que es en realidad el nuestro. Gran conversión de la teoría en prác­tica. Los manuales de historia de la filosofía desconocen lo que llaman «asociacionismo>> cuando ven en él una teoría en el sentido corriente de la palabra, algo así como un raciona­lismo al revés. Hume plantea cuestiones insólitas que, sin embargo, nos son familiares: para llegar a ser propietario de una ciudad abandonada, ¿basta con arrojar un venablo a su puerta, o hay que tocar ésta con el dedo? ¿ Hasta dónde se puede ser propietario de los mares? ¿ Por qué, en un sistema jurídico, el suelo es más importante que la superficie, y tam­bién la pintura es más importante que el lienzo? Solamente ahí es donde el problema de la asociación de ideas halla sen­tido. Lo que se llama teoría de la asociación halla su destino y su verdad en una casuística de las relaciones, en una prác­tica del derecho; de la política o de la economía, que cambia por completo la naturaleza de la reflexión filosófica.

La naturaleza de la relación

La originalidad de Hume -una de las originalidades de Hume- se debe a la fuerza con que afirma que las relaciones son exteriores a sus términos. Semejante tesis sólo puede comprenderse en oposición a todo el esfuerzo de la filosofía como racionalismo, la cual había intentado reducir la para­doja de las relaciones, bien hallando un medio de convertir la relación en interior a sus propios términos, o bien descu­briendo un término más comprehensivo y más profundo, den­tro del cual se halle la relación.

Pedro es más bajo que Pablo: ¿cómo hacer de esta relación algo interior a Pedro o a Pablo, o a su concepto, o al todo que forman, o a la Idea en la que participan? ¿Cómo vencer la irreductible exterioridad de la relación? Sin duda el empirismo siempre había defendido la exterioridad de las relaciones. Mas en cierto modo su posición a ese respecto quedaba encubierta por el problema del origen de los conocimientos o de las ideas: todo tenía su origen en lo sensible, y en las operaciones del espíritu sobre lo sensible. Hume opera una inversión que elevará al empirismo a una potencia superior: si las ideas no contienen nada distinto ni nada más que lo que hay en, las impresiones sensibles, es precisamente porque las relaciones son exteriores y heterogé­neas a sus términos, impresiones o ideas. La diferencia no está entre ideas e impresiones, sino entre dos clases de impresio­nes o ideas, las impresiones o ideas de términos, y las impre­siones o ideas de relaciones. De ese modo, el verdadero mundo empirista se despliega por primera vez en toda su extensión: mundo de exterioridad, mundo en el que el pensamiento mis­mo está en una relación fundamental con el Exterior, mundo en et que hay términos que son verdaderos átomos, y rela­ciones que son verdaderos pasos' externos; mundo en el que la conjunción y destrona la interioridad del verbo es; mundo de Arlequín, de mezcolanzas y de fragmentos no totalizables en el que uno se comunica mediante relaciones exteriores. El pensamiento de Hume se establece en un doble registro: el atomismo, que muestra cómo las ideas o impresiones sensi­bles remiten a unos mínima puntuales que producen el espa­cio y el tiempo; y el asociacionismo, que muestra cómo se establecen relaciones entre esos términos, siempre exteriores a esos términos y que dependen de otros principios. Por una parte, una física del espíritu; por otra parte, una lógica de las relaciones. Es mérito de Hume haber quebrantado la for­ma apremiante del juicio de atribución, haciendo posible una lógica autónoma de las relaciones y descubriendo un mundo conjuntivo de átomos y de relaciones, cuyo desarrollo se ha­llará en Russell y en la lógica moderna, pues las relaciones son las conjunciones mismas.

La naturaleza humana

¿Qué es una relación? Es lo que nos hace pasar de una impresión o de una idea dadas, a la idea de algo que no está actualmente dado. Por ejemplo: pienso en algo «semejante»... Viendo el retrato de Pedro, pienso en Pedro, que no está ahí. En vano se buscaría en el término dado la razón del paso. La relación es ella misma el efecto de los principios llamados de asociación, contigüidad, semejanza y causalidad, que cons­tituyen precisamente una naturaleza humana. Naturaleza hu­mana significa que lo que es universal o constante en el espí­ritu humano no es nunca talo cual idea como término, sino solamente los modos de pasar de una idea particular a otra. En ese sentido, Hume se entregará a la destrucción concer­tada de las tres grandes ideas terminales de la metafísica: el Yo, el Mundo y Dios.

Sin embargo, la tesis de Hume parece primero muy decepcionante: ¿qué ventaja hay en explicar las relaciones mediante unos principios de la naturaleza hu­mana, principios de asociación que parecen no ser más que otro nombre con que designar las relaciones? Sólo se decep­ciona uno a fuerza de comprender mal el problema. El pro­blema no es el de las causas, sino el del funcionamiento de las relaciones como efectos de esas causas, y de las condiciones prácticas de ese funcionamiento.

Consideremos a este respecto una relación muy especial, la de causalidad. Es especial porque no solamente nos hace pasar de un término dado a la idea de algo que no está dado actualmente. La causalidad me hace pasar de algo que me es dado a la idea de algo que jamás me ha sido dado o incluso que no se puede dar en la experiencia. Por ejemplo: partien­do de los datos de un libro, creo que César vivió. Al ver salir el Sol, digo. que saldrá mañana; viendo que el agua hierve a 100 grados, digo que necesariamente hierve a 100 grados. Ahora bien: locuciones como «mañana», «siempre» y «nece­sariamente» expresan algo que no se puede dar en la expe­riencia. Mañana no se da sin que llegue a ser hoy, sin que deje de ser mañana, y toda experiencia lo es de algo particu­lar contingente. En otros términos, la causalidad es una rela­ción según la cual rebaso lo dado, digo más de lo dado o de lo que es dable, infiero y creo, en suma, espero, cuento con que... Es esencial ese primer desplazamiento operado por Hume, que pone la creencia en la base y en el principio del conocimiento. Tal funcionamiento de la relación causal se explica cómo sigue: los casos semejantes observados (todos los casos en los que he visto que a sigue o acompaña a b) se funden en la imaginación, continuando distintos y separados unos de otros en el entendimiento. Esa propiedad de fundirse en la imaginación constituye el hábito (cuento con que...), al mismo tiempo que la distinción en el entendimiento proporciona la creencia en el cálculo de los casos observados (proba­bilidad como cálculo de los grados de creencia).

El principio de hábito como fusión en la imaginación de los casos seme­jantes, y el principio de experiencia como observación en el entendimiento de casos distintos, se combinan para producir a la vez la relación y la inferencia que sigue a la relación (creencia) conforme a las cuales funciona la causalidad.

La ficción

Ficción y naturaleza tienen cierto modo de distribuirse en el mundo empirista. Entregado a sí mismo, el espíritu no está privado del poder de pasar de una idea a otra, pero ese paso lo realiza al azar y siguiendo un desvarío que recorre el universo, formando dragones de fuego, caballos alados y gigantes monstruosos. Los principios de la naturaleza huma­na, por el contrario, imponen a ese delirio unas reglas cons­tantes como leyes de paso, de transición y de inferencia, de acuerdo con la naturaleza misma.

Mas a partir de ahí se libra una extraña batalla, pues aunque' es verdad que los princi­pios de asociación fijan el espíritu, imponiéndole una natura­leza que disciplina el delirio o las ficciones de la imaginación, la imaginación se vale de un modo inverso 'de esos principios para dejar paso a sus ficciones y sus fantasías, para confe­rirles una garantía que no tendrían por sí mismas. En ese sentido es propio de la ficción fingir las relaciones mismas, inducir relaciones ficticias y hacemos creer en locuras. Eso se ve no sólo en el don que la fantasía tiene de reforzar toda relación presente con otras relaciones que no existen en tal o cual caso. Mas, sobre todo en el caso de la causalidad, la fantasía forja cadenas causales ficticias, reglas ilegítimas, si­mulacros de creencia, bien sea confundiendo lo accidental con lo esencial, o bien sirviéndose de las propiedades del lenguaje (superar la experiencia) para sustituir las repeticiones de casos semejantes realmente observados, por una simple repe­tición verbal que simula el efecto de los mismos. De ese modo cree el embustero sus propias mentiras a fuerza de repetirlas; y así proceden también la educación, la superstición, la elo­cuencia y la poesía. Ya no se supera la experiencia recurrien­do a una vía científica que será confirmada por la naturaleza misma y por un cálculo correspondiente; se la supera en todas las direcciones de un desvarío que forma una contranatura­leza y que asegura la fusión de cualquier cosa. La fantasía se vale de esos principios de asociación para eludirlos a ellos mismos y dar les una extensión ilegítima. Hume está operan­do un segundo gran desplazamiento en filosofía, el cual con­siste en sustituir el concepto tradicional de error por el de desvarío o ilusión, según el cual hay creencias que no son falsas, sino ilegítimas, ejercicios ilegítimos de las facultades y funcionamientos ilegítimos de las relaciones. En esto tam­bién le deberá Kant a Hume algo esencial. No estamos ame­nazados por el error, sino que sucede algo peor: estamos sumergidos en el desvarío.

Tampoco sucede exactamente que las ficciones de la fan­tasía vuelvan los principios de la naturaleza humana contra sí mismos, sino que los ponen en condiciones que siempre pueden ser corregidas. Así sucede con la causalidad, en la que un exigente cálculo de probabilidades puede denunciar los pa­sos delirantes o las relaciones fingidas. Mas la ilusión es sin­gularmente más grave cuando ella misma forma parte de la naturaleza humana; es decir, cuando el ejercicio o la creencia ilegítima es incorregible, inseparable de las creencias legí­timas indispensables para su organización. Esta vez el uso caprichoso de los principios de la naturaleza humana resulta él mismo un principio. El desvarío y la ficción pasan cerca de la naturaleza humana. Eso es lo que Hume mostrará en sus análisis más sutiles y más difíciles, que se refieren a las ideas de Yo, de Mundo y de Dios: cómo la posición de una existencia de los cuerpos distinta y continua, cómo la posición de una identidad del yo hacen intervenir toda clase de funcionamientos ficticios de las relaciones, y especialmente de la causalidad, en tales condiciones que ninguna ficción puede ser corregida, sino que, por el contrario, nos precipita en otras ficciones, todas las cuales forman parte de la naturaleza hu­mana. Y en una obra póstuma, que quizá es su obra maestra, Diálogos sobre la religión natural, Hume aplica el mismo mé­todo crítico, no sólo a la religión revelada, sino a la religión llamada natural y a los argumentos teológicos sobre los cua­les se funda.

El humorismo de Hume jamás alcanzó este punto: las creencias forman tanto más parte de la naturaleza humana cuanto más completamente ilegítimas son desde el punto de vista de los principios de la naturaleza humana. y sin duda es ahí donde puede comprenderse la compleja noción de escepticismo moderno tal y como Hume la elabora. A diferencia del escepticismo antiguo, que se basa en la va­riedad de las apariencias sensibles y en los errores de los sentidos, el escepticismo moderno se basa en el estatuto, de las relaciones y en su exterioridad. El primer acto del escep­ticismo moderno consistió en descubrir la creencia en la base del conocimiento, es decir, en naturalizar la creencia (positi­vismo). Desde ese momento, el segundo acto consiste en de­nunciar como creencias ilegítimas aquellas que no obedecen a las reglas efectivamente productoras de un conocimiento (probabilismo, cálculo de probabilidades). Mas, mediante un último refinamiento, en un tercer acto, las creencias ilegíti­mas acerca del Mundo, del Yo y de Dios aparecen como el horizonte de todas las creencias legítimas posibles, o como el grado inferior de creencia, pues si todo es creencia, incluso el conocimiento, todo es cuestión de grados de creencia, in­cluso el desvarío del no conocimiento. El humorismo, virtud escéptica moderna de Hume, contra la ironía, virtud dogmá­tica antigua de Sócrates y de Platón.

La imaginación

Mas si la investigación acerca del conocimiento tiene como principio y resultado el escepticismo, si desemboca en la inextricable mezcla de la ficción y de la naturaleza humana, es quizá porque sólo representa una parte de la investiga­ción e incluso no su parte principal. Los principios de aso­ciación, en efecto, sólo cobran su sentido en relación con las pasiones. No solamente son las circunstancias afectivas las que dirigen las asociaciones de ideas, sino que las relaciones mismas reciben un sentido, una dirección, una irreversibilidad y una exclusividad en función de las pasiones. En suma, lo que constituye la naturaleza humana, lo que da una natura­leza o constancia al espíritu, no son solamente los principios de asociación, de los cuales derivan las relaciones, sino los principios de pasión de los que derivan las «inclinaciones». Hay que considerar dos cosas a este respecto: que las pasio­nes no fijan el espíritu ni le dan una naturaleza del mismo modo que los principios de asociación, y, por otra parte, que el fondo del espíritu, como desvarío o ficción, no reacciona ante las pasiones del mismo modo que reacciona ante las relaciones.

Vimos de qué modo los principios de asociación, y espe­cialmente la causalidad, determinaban al espíritu a superar lo dado, inspirándole creencias o superaciones que no eran todas ilegítimas. Mas las pasiones tienen más bien como efec­to el restringir el alcance del espíritu fijándolo en ideas y objetos privilegiados, pues el fondo de la pasión no es el egoís­mo, sino algo peor aún: la parcialidad. Nos apasionamos en primer lugar por nuestros parientes, por nuestros prójimos y semejantes (causalidad, contigüidad y 'parecido restringi­dos). Y es más grave que si estuviésemos regidos por el egoísmo.

Los egoísmos solamente exigirían ser limitados para que la sociedad fuera posible. En este sentido es como, del siglo XVI al XVIII, las célebres teorías del contrato plantearon el problema social como si. éste hubiese de ser el de una limi­tación de los derechos naturales, o incluso de una renuncia a estos derechos, de donde nacería la sociedad contractual. Mas cuando Hume dice que el hombre no es egoísta por na­turaleza, sino que es parcial por naturaleza, no hay que ver en ello un simple matiz en las palabras, sino un cambio radi­cal en la posición práctica del problema social. El problema no consiste ya en cómo limitar los egoísmos y los derechos naturales correspondientes, sino en cómo superar ,las parcia­lidades, cómo pasar de una «simpatía limitada» a una «gene­rosidad extensa», cómo extender las pasiones, dándoles una extensión que no tienen por sí mismas. La sociedad no se considera ya como un sistema de limitaciones legales y con­tractuales, sino como una invención institucional¡ el proble­ma consistirá en cómo inventar artificios, cómo crear institu­ciones que obliguen a las pasiones a superar su parcialidad, y Que formen otros tantos sentimientos morales, jurídicos, po­líticos (por ejemplo, el sentimiento de justicia), etc.

De ahí la oposición que Hume establece entre el contrato y el convenio o el artificio. Hume es, sin duda, el primero en romper con el modelo limitativo del contrato y de la ley que aún domina la sociología del siglo XVIII, y le opone el modelo positivo del artificio y de la institución. Y así, todo el problema del hombre se halla a su vez desplazado; no se trata ya, como en el cono­cimiento, de la relación compleja entre la ficción y la natura­leza humana, sino entre la naturaleza humana y el artificio (el hombre como especie inventiva).

Las pasiones

En el conocimiento los principios de la naturaleza humana instauraban ellos mismos reglas de extensión o de supera­ción, de los cuales se servía a su vez la fantasía para dejar paso a simulacros de creencia. Y lo hacía tan bien, que cons­tantemente se necesitaba un cálculo para seleccionar lo legí­timo y lo ilegítimo. En la pasión, por el contrario, el problema se plantea del modo siguiente: ¿ cómo se puede inventar la extensión artificial que supere la parcialidad de la naturaleza humana? Ahí es donde la fantasía o la ficción adquieren un nuevo sentido. Como dice Hume, el espíritu o la fantasía no se comportan con respecto a las pasiones al modo de un ins­trumento de viento, sino a la manera de un instrumento de percusión, «en el que después de cada golpe las vibraciones conservan aún el sonido, que se extingue gradual e insensi­blemente». Resumiendo, a la imaginación le corresponde refle­jar la pasión, hacer que resuene, y conseguir que supere los límites de su parcialidad y de su actualidad naturales. Hume muestra que los sentimientos estéticos y los sentimientos mo­rales están hechos así; pasiones reflejadas en la imaginación se convierten en pasiones de la imaginación. Al reflejar las pasiones, la imaginación las libera, las estira infinitamente, las proyecta más allá de sus límites naturales.

Y al menos en un punto hay que corregir la metáfora de la percusión, pues, al resonar en la imaginación, las pasiones no se contentan con volverse gradualmente menos vivas y menos actuales, sino que cambian de matiz o de sonido; algo así como la tris­teza de una pasión representada en la tragedia se transforma en el placer de un juego casi infinito de la imaginación; ad­quieren una nueva naturaleza y van acompañadas de un nuevo tipo de creencia. Así la voluntad «se mueve fácilmente en todos los sentidos y produce una imagen de sí misma, in­cluso por el lado donde no se fija».

Eso es lo que constituye el mundo del artificio o de la cultura, esa resonancia, esa reflexión de las pasiones en la imaginación, que hace de la cultura lo más frívolo y lo más serio a la vez. Mas ¿cómo evitar dos defectos en esas forma­ciones culturales? Por una parte, conseguir que las pasiones extendidas sean menos vivas que las pasiones actuales, aunque tengan otra naturaleza. Y por otra parte, que sean en­teramente indeterminadas, proyectando en todos sentidos e independientemente de toda regla sus imágenes debilitadas.

El primer punto halla su solución en las instancias del poder social, en los aparatos de sanción, recompensas y castigos, que confieren a los sentimientos extendidos o a las pasiones reflejadas un grado de vivacidad y de creencia suplementa­ria; principalmente el gobierno, pero también hay instancias más soterradas e implícitas, como las de la costumbre y el gusto; también a este respecto es Hume uno de los primeros en haber planteado el problema del poder y del gobierno, no ya en términos de algo representativo, sino en términos de credibilidad.

En cuanto al segundo punto, concierne asimismo al modo en que la filosofía de Hume forma un sistema general. Pues si las pasiones se reflejan en la imaginación o en la fantasía, no es en una imaginación desnuda, sino en la imaginación tal y como está después de fijada o naturalizada por esos otros principios que son los principios de asociación. El parecido, la contigüidad, la causalidad, en suma, todas las relaciones como objeto de un conocimiento o de un cálculo, proporcionan reglas generales para determinar sentimientos reflejados más allá del uso inmediato y restringido que de ellos hacen las pasiones no reflejadas. Así es como los sentimientos estéticos hallan en los principios de asociación verdaderas reglas del gusto. Y sobre todo muestra Hume detalladamente cómo las pasiones de posesión, reflejándose en la imaginación, hallan en los principios de asociación los medios de determinar re­glas generales que constituyen los factores de la propiedad o del mundo del derecho. Es todo un estudio de las variaciones de las relaciones, todo un cálculo de las relaciones, lo que per­mite responder en cada caso a la pregunta: ¿hay entre tal persona y tal objeto una relación que pueda hacernos creer (hacer que la imaginación crea) en una apropiación de lo uno por lo otro? «Un hombre que ha perseguido a una liebre hasta el último grado de cansancio consideraría una injusticia que otro hombre se precipitase ante él y le arrebatase su presa.

Mas el mismo hombre, si se acerca a coger una manzana que pende a su alcance, no tiene razón para quejarse cuando otro, más vivo, se le adelanta y se apodera de ella. ¿Cuál es la ra­zón de esa diferencia, sino que la inmovilidad, que no es na­tural en la liebre, constituye una intensa relación para el cazador, y que esa relación falta en el otro caso?» El venablo lanzado sobre la puerta ¿basta para asegurar la propiedad de una ciudad abandonada, o hay que tocar la puerta con la mano para que se establezca una relación suficiente? ¿ Por qué el suelo le 1teva ventaja a la superficie, según la ley civil, y la pintura se la lleva al lienzo, mientras que el papel le lleva la ventaja a lo escrito? Los principios de asociación hallan su verdadero sentido en una casuística de las relaciones, la cual determina los pormenores del mundo de la cultura y del derecho. Y ése es el verdadero objeto de la filosofía de Hume: las relaciones como medios de una actividad, de una práctica jurídica, económica y política.

Una filosofía popular y científica

Hume es un filósofo especialmente precoz. Hacia los vein­ticinco años redacta su gran obra, Tratado de la naturaleza humana (publicado en 1739-1740). Un nuevo tono en filosofía, una extraordinaria simplicidad y firmeza que se desprende de una gran complejidad de argumentos que hacen intervenir a la vez el ejercicio de las ficciones, la ciencia de la naturaleza humana y la práctica de los artificios. Una especie de filosofía popular y científica, una filosofía pop. Y como ideal una cla­ridad decisiva, que no es la de las ideas, sino la de las relacio­nes y las operaciones. Esa claridad es la que Hume intentará imponer cada vez más en sus obras siguientes, con riesgo de sacrificar algo de la complejidad y de renunciar a lo que en el Tratado hallaba demasiado difícil. Así escribe Ensayos mo­rales y políticos (1742), Investigación sobre el entendimien­to (1748), Investigación sobre los principios de la moral (1751), y Discursos políticos (1752). Luego se vuelve hacia la Historia de Inglaterra (1754-1762). Los admirables Diálogos sobre la religión natural, que se publican después de la muerte de Hume (1779), vuelven a hallar a la vez la mayor complejidad y la mayor claridad. Quizá constituyen el único caso de ver­daderos diálogos en filosofía, pues no sólo hay dos personajes, sino tres, y éstos no desempeñan papeles unívocos, y traban alianzas provisionales, las rompen, se reconcilian, etc. Demea, defensor de la religión revelada; Cleanto, representante de la religión natural; Filón, el escéptico. El humorismo de Hume­-Filón no es sólo una manera de poner de acuerdo a todo el mundo en nombre de un escepticismo que reparte los «gra­dos>>, sino que es ya un modo de romper incluso con las co­rrientes dominantes en el siglo XVIII, para prefigurar un pensamiento que pertenecía al futuro.

BIBLIOGRAFíA

Obras de Hume

1739: A Treatise of Human Nature, I y II.

1740: A Treatise of Human Nature, III.

1741: Essays, moral and political, l.

1742: Essays, moral and political, II.

1748: Philosophical Essays concerning Human Understanding (ree­ditado en 1758 con el título de Enquiry ooncerning Human Un­derstanding) .

1751: An Enquitry concerning the Principles of Morals.

1754: The History of Great Britain: The Stuarts, l.

1757: The History of Great Britain: The Stuarts, II.

1759: The History of England: The Tudors.

1762: The History of England, from the invasion of Julius Caesar to the accesion of Henry VII, I y II.

1766: Exposé succint de la contestation entre M. Hwme et M. Rousseau.

1777: The Life of David Hume, written by himself.

1777: The Essays, of Suicide, of the immortality of the soul.

1779: Dialogues concerning Natural Religion.

La edición más reciente de las Cartas de Hume es la de Oxford, University Press, 1969.

La edición de las Obras filosóficas es la de Green y Grose, 4 vols., 1964.

Obras sobre Hume

Jean LAPORTE: Le Scepticisrne de Hume, en Revue philosophique, 1933.

Norman KEMP SMITH: The philosophy of David Hume, Mac Millan, 1941.

André LEROY: David Hume, P. U. F., 1935.

GiIles DELEUZE: Empirisme et subjectivité; essai sur la nature humaine

selon Hume, P. U. F., 1953.

Human Understanding, studies in the philosophy of David Hume,

Waldsworth, 1966.

Deleuze esquizoanalista


De Suely Rolnik

En el relato de un pequeño episodio, toma altura la figura inesperada de un Deleuze esquizoanalista. A través de resonancias de este episodio de la subjetividad, el lector podrá acompañar algunos meandros de un trabajo con el deseo que se orienta especialmente por la cartografía conceptual deleuziana.

Primera escena: 1973. Comienza la amistad con Deleuze, a cuyos seminarios estoy asistiendo desde hace más de dos años. El vive diciendo que él es mi esquizoanalista y no Guattari (con el que efectivamente hago análisis). Un día, me regaló un LP con la ópera Lulú de Alan Berg, y sugirió un tema: comparar el grito de muerte de Lulu, personaje principal de esta ópera, con el de María, personaje de Woizek, otra ópera del mismo compositor.
Mezclando a la Lulú de Berg, con la de Pabst (que hizo un film con Luise Brooks basado en esta ópera), su imagen es la de una mujer exuberante y seductora que se mueve en una significativa diversidad de mundos, en una vida enteramente experimental. En un período de miseria, en pleno frío de una noche de Navidad, Lulú sale a las calles a hacer algún dinero. En el anonimato, acaba encontrando nada más y nada menos que a Jack el Destripador, que evidentemente intentará matarla. En el momento en que ve la muerte reflejada en el cuchillo que el asesino apunta contra ella, Lulú suelta un grito lacerante. El timbre de su voz tiene una extraña fuerza que fascina a Jack casi al punto de desistir del crimen. También nosotros nos sentimos tocados por esa fuerza: sentimos vibrar en nuestro cuerpo el dolor de una vigorosa vida que se resiste a morir.
La otra mujer, María, es una esposa gris de un soldado cualquiera. Su grito de muerte es casi inaudible, se confunde con el paisaje sonoro. El timbre de su voz nos transmite el pálido dolor de una vida insulsa, como si morir fuera casi igual a vivir.
El grito de Lulú nos vitaliza, a pesar y por causa de la intensidad de su dolor. El grito de María, en cambio, nos arrastra en una melancolía y nos da deseos de morir.

Segunda escena: 1978. Una clase de canto que hago con dos amigas los sábados por la tarde desde hace algún tiempo. La profesora es Tamia, una cantante que investiga la música contemporánea improvisada, corriente que está muy activa en ese momento. En este día, para nuestra sorpresa, nos pide a cada una que escojamos una canción para trabajar con ella durante toda la clase.


La canción que se me ocurre es una entre tantas de la corriente del Tropicalismo (intenso movimiento creado que vivimos en Brasil en los años sesenta y cuya interrupción brutal por la Dictadura fue indirectamente responsable de mi exilio en París: “cantar como un pajarito de mañana tempranito…abre las alas pajarito que yo quiero volar…me llevas por la ventana de la niña hacia la orilla del río…”. Es Gal la que canta, con aquel timbre suave que explora en algunas interpretaciones y que tiene el don de emocionar al oyente. A medida que voy cantando, una vibración semejante se encarna en mi propia voz, cada vez más firme y cristalina. Soy tomada por un extrañamiento: primero, la sensación de este timbre que me pertenece desde siempre, y que a pesar de haber sido silenciado mucho tiempo, es como si nunca hubiera dejado de expresarlo; después, porque a medida que fluye, su vibración a pesar de su suavidad parece perforar mi cuerpo, que de repente se muestra como petrificado. Siento que el blanco del pantalón y la remera que estoy vistiendo como si fuese una piel/yeso compacta envolviendo mi cuerpo; más aún, también noto que esta especie de caparazón está allí hace mucho tiempo, sin que jamás me diese cuenta de ello. Lo curioso es que ese endurecimiento del cuerpo se revela en el momento en que mi voz filosa lo perfora, como si de algún modo la voz y la piel estuviesen imbricadas. ¿Será que el cuerpo se rigidizó junto con la desaparición del timbre de voz? Sea como fuese, el yeso se había tornado un estorbo del que me tenía que librar lo más rápido posible.
En ese instante decidí volver a Brasil. Y sin embargo, objetivamente, nada de mi vida en París me había llevado a tomar tal decisión ­ me gustaba mucho vivir allí , tenía un círculo de amistades que todavía conservo, trabajaba con psicóticos y daba clases de análisis institucional, como yo quería, tanto que nunca había pensado en irme y mucho menos había hecho planes concretos en esa dirección. Pero volví y nunca dudé de aquella decisión.
Me llevó algunos años entender lo que había sucedido en aquella clase de canto, y otros tantos para percibir que aquello podía tener relación con aquel trabajo que me había propuesto Deleuze.
Lo que mi canto anunciara en mi cuerpo aquella tarde de sábado era que la herida en el deseo causada por la dictadura había cicatrizado bastante como para que pudiera volver a Brasil si lo quería así.
Entendámonos sobre la palabra “deseo”: atracción que nos lleva en dirección a ciertos universos y repulsión que nos aleja de otros, sin que sepamos exactamente porqué; formas de expresión que creamos para dar cuerpo a los estados sensibles que esas conexiones y desconexiones van produciendo en la subjetividad. Pues bien, los regímenes totalitarios no inciden solamente en lo visible y concreto, sino también en esa realidad invisible del deseo: sus movimientos tienden a bloquearse; proliferan políticas microfascistas.
Desde el punto de vista micropolítico, los regímenes de este tipo acostumbran a instaurarse en la vida de una sociedad multiplicándose más de lo habitual las conexiones con nuevos universos en la alquimia general de las subjetividades, provocando verdaderas convulsiones. Son momentos privilegiados en que se intensifican los movimientos de creación individual y colectiva, pero que también incuban el peligro de desencadenar microfascismos si se atraviesa un determinado umbral de desestabilización. Es que cuando una barrera de estabilidad se rompe, se corre el riesgo de que las subjetividades más toscas, arraigadas en el sentido común, vislumbren que hay un peligro de desagregación irreversible y entran en pánico. Estas subjetividades se piensan constituidas de una vez para siempre y no entienden que las rupturas son inherentes a la producción de nuevos contornos, los cuales están siempre remodelándose en función de nuevas conexiones. La reacción más inmediata es interpretarlas como una encarnación del mal y atribuirlo, para protegerse, a características de los universos desconocidos que se han introducido en su paisaje existencial. La solución es fácil de deducir: eliminar esos universos, en la figura de sus portadores. Esto puede ir desde la pura y simple descalificación hasta la eliminación física. Se espera con eso apaciguar, por lo menos por un tiempo, el malestar que instaura el advenimiento de diferencias.
Cuando este tipo de política del deseo prolifera, se forma un terreno fértil para que aparezcan líderes que los encarnen y les sirvan de soporte: son los regímenes totalitarios de toda clase que proliferan. Aunque los microfascismos no se producen sólo en estos regímenes, en ellos estas políticas son la base principal de la subjetividad. Todo aquello que pueda diferir del “sentido común” pasa a ser considerado errado, irresponsable, o peor aún, una traición. Como el “sentido común” se confunde con la propia idea de Nación, diferir de él es traicionar a la Patria. Más aterrorizador todavía es cuando el sentido común y la Nación confundidos el uno con el otro, son identificados con los ideales de una dictadura militar: aparecen entonces las diferentes versiones del “ámelo o déjelo”.
Esos son momentos de triunfo del sentido común sobre las fuerzas de la creación. El gesto creador se retrae, por el peligro de castigo que puede incidir tanto sobre la imagen social, estigmatizándola, como sobre el propio cuerpo, a través de la prisión, la tortura e incluso la muerte. Humillada y desautorizada, la dinámica creadora del deseo se paraliza por el dominio de la culpa o del miedo; en nombre de la preservación de la vida se puede llegar casi hasta la muerte. El trauma de las experiencias de este tipo deja una marca venenosa de un disgusto de vivir; una herida que puede ir contaminando todo, cortando gran parte de los movimientos de conexión e invención.
Una de las estrategias utilizadas para protegerse de este veneno consiste en anestesiar en el circuito afectivo las marcas del trauma. Estas son entonces aisladas por un manto de olvido, evitando que su veneno contamine el resto y así poder seguir viviendo. Pero el síndrome del olvido tiende a abarcar mucho más que las marcas del trauma, ya que el circuito afectivo no es un mapa fijo, sino más bien una cartografía que se hace y rehace permanentemente de manera tal de que un punto se puede llegar a vincular a cualquier otro en cualquier momento. Es entonces que gran parte de la vibratilidad del cuerpo queda anestesiada, y uno de sus efectos más nefastos es el de separar el habla de los estados sensibles.
El exilio en París tuvo el sentido de protegerme del daño sísmico que la experiencia de la dictadura y la prisión me habían causado; protegerme físicamente a través de la distancia geográfica, pero también y sobretodo subjetivamente por el distanciamiento de la lengua. Desinvestí por completo el portugués, y con él las maracas venenosas del miedo de sufrir que inviabilizan los movimientos del deseo. Para evitar cualquier contacto con la lengua evitaba inclusive cualquier contacto con los brasileros; me instalé en el Francés como lengua adoptiva, sin acento alguno, como si aquella fuese mi lengua materna, al punto de que muchas veces la gente no me percibía como extranjera. La lengua francesa pasó a funcionar como una especie de yeso que contenía mi cuerpo y lo volvía cohesivo como un cuerpo afectivo agonizante; un acogedor escondrijo de pedazos heridos de mi propio cuerpo que me eran intolerables, lo cual me permitía hacer nuevas conexiones y reexperimentar ciertos afectos que se habían tornado peligrosos en mi propia lengua.
En aquella clase de canto, nueve años después de mi llegada a París, algo en mí supo sin que yo me diera cuenta, que el envenenamiento estaba en parte curado, por lo menos lo suficiente para que ya no haya más peligro de contaminación. El timbre suave de un gusto de vivir reemergía y me traía de vuelta, ya sin tanto miedo. Pero, finalmente ¿qué fue lo que pasó ese día?
El yeso que hasta entonces había sido una condición de mi sobrevivencia, a punto de confundirse con mi propia piel pierde el sentido a partir del momento en que el timbre suave y amoroso recupera el derecho de existir. Lo que había sido un remedio para el deseo machucado pasa a tener un efecto paradojal de limitar sus movimientos. Es probablemente eso lo que hizo que en aquella clase aconteciera todo de una sola vez: el reaparecimiento del timbre, el descubrimiento de la dura caparazón y la incomodidad que ella comenzaba a causarme. El yeso construido en lengua francesa que funcionó como un territorio en el que mi vida pudo expandirse en un cierto momento, como toda estrategia defensiva, producía un efecto colateral de restricción. Pero esa restricción sólo puede ser problematizada cuando la defensa se torna innecesaria: las innumerables conexiones que yo había hecho en mi lengua adoptiva habían reactivado la dinámica experimental del deseo. Yo estaba curada, no del dolor causado por la violencia del trauma, pues esta es incurable, pero sí de sus efectos dolorosos. Gracias al canto, reserva y memoria de afectos, se expresó la metabolización de los efectos del trauma y, junto con eso, la disolución del síndrome de olvido que se desarrolló como reacción defensiva.

¿Y qué tiene que ver esto con la Lulú de Deleuze? Llegué a París trayendo en mi cuerpo marcado por la dictadura brasilera, una especie de falencia del deseo arrastrando una falencia de voluntad de vivir. Escuchar a Deleuze en sus seminarios, tuvo el misterioso poder de sacarme de ese estado. Algo que no sucedía necesariamente por el contenido de lo que decía, pues al comienzo mi francés no era muy bueno, pero si por su estilo, especialmente por su voz. Su timbre transmitía una riqueza de estados sensibles que parecían poblar su cuerpo, sus palabras y su ritmo parecían emerger de esa riqueza, delicadamente esculpidos por los movimientos del deseo. Esta transmisión contagiaba a todo aquel que lo escuchase.


Un poco más tarde, Deleuze me propone investigar los gritos de muerte de aquellas dos mujeres. La extraña fuerza que el grito de Lulú transmite es el de una violenta reacción a la muerte. Es esto lo que el oyente siente vibrar en su cuerpo y que tiene el efecto de vitalizarlo, a pesar y por causa de la intensidad de su dolor. La melancolía que transmite el grito de María, es el de la entrega a la muerte sin resistirse. Es esto lo que promueve la voluntad de morir de quien la escucha. En la comparación de esos dos gritos aparecen diferencias de grados de afirmación de la vida, en particular frente a la muerte. El aprendizaje es que aún en las situaciones más adversas es posible resistir a la masacre del deseo en su potencia creadora y continuar queriendo conexiones. Los gritos de María y Lulú asociados se transmiten al oyente y lo contagian.
Tal vez no pude pensar nada de eso cuando Deleuze me sugirió este trabajo. Tal vez porque su figura me intimidase, a pesar de que no había nada en él que justificase cualquier actitud de reverencia; pero más probablemente porque la herida era demasiado reciente para que yo abandonase la estrategia defensiva que había armado como protección contra el envenenamiento causado por el trauma de la dictadura militar. Mientras tanto, la dirección que Deleuze me señaló con Lulú y María se instaló en mi cuerpo y fue trabajando silenciosamente, relativizando los movimientos del deseo, viabilizando las conexiones y autorizando la creación. Cuando canté como un pajarito tropicalista se tornó audible el silenciamiento en mi voz del timbre mortífero de María delante del peligro de la muerte, y en su lugar apareció nuevamente el timbre de Lulú. Yo ya podía reconectarme con mi cuerpo, hablar a través del canto y de sus estados sensibles, reintegrar en la voz el canto y el habla. Deleuze había sido mi esquizoanalista de hecho al lanzar a través del timbre del grito en el canto la posibilidad de un efecto analítico, aunque esa posibilidad se haya realizado muchos años después.
Algunos meses después de la muerte de Guattari le escribí a Deleuze evocando los tiempos en que el decía que era mi esquizoanalista y contándole donde había desembocado todo aquello. Como siempre, su respuesta fue de una densa y generosa simplicidad, propia de un hablar donde no sobran ni faltan las palabras. En una carta de Junio del 94, me escribió: ” Nunca pierdas tu gracia, quiero decir, el poder de una canción”. El quería decir que siempre es posible levantar al deseo de sus caídas y ponerlo en movimiento, resucitando las ganas de vivir; y esto depende prioritariamente de los agenciamientos que se hacen. Oportunidades de este tipo se encuentran donde menos se espera, como es el caso de una canción popular, generalmente descalificada en la jerarquía oficial de los valores culturales. Para detectarlas es preciso desinvestir las creencias a-priori y afinar la escucha para los afectos que cada encuentro moviliza como criterio privilegiado en la conducción de nuestras elecciones. ¿No será la gracia la capacidad de dejarnos contaminar por ese misterioso poder de regeneración de la fuerza vital, esté donde esté?

(Publicado en la revista Campo Grupal Nº 23 -Abril de 2001)